Luis Farinello fue una de las mejores personas que conocí en mi vida. Nunca pude engancharle un doblez, ni buscándoselo. Como muchísimo, reducía casi avergonzadamente el volumen de su voz cuando me contaba de las andanzas corruptas de una Iglesia alejada del pueblo y del evangelio. No lo hacía por saber que yo no tengo creencias religiosas. Siempre lo entendí como su forma de confesar que él daría la pelea por abajo, frente al sinsentido de poder afectar por arriba a una institución intrínsecamente reaccionaria. Jamás dejé de asombrarme por su militancia de vivir como se piensa, desde una naturalidad que también conocí pocas veces. Permaneció invicto en no exagerar su sencillez. Los pobres a quienes dedicó su vida, en las barriadas pesadas donde hacía su trabajo silencioso, eran para él una exigencia de ayuda que no terminaba en los consuelos del sermón. Laburaba con ellos en la construcción de la casita, en el comedor de la zona, en acercarles ideas cooperativas. Un hombre para quien los oprimidos eternos no fueron un objeto de estudio, sino aquellos a quienes acompañar con un compromiso físico que le trajera paz con su Dios. En el 2001, cuando un linfoma me dejó a milímetros de la muerte, se apareció por sorpresa en la clínica donde estaba internado. No recuerdo nada de lo que me dijo, pero sí que me provocó una emoción contundente porque, de sólo verlo acompañándome, sentí que si un tipo como ése estaba a mi lado significaba que uno había hecho bastante bien algunas cosas de las que valen la pena. Ayer a la tarde me agarró una tristeza particular al enterarme de su muerte, pero no pude procesarla. Hoy, en cambio, me vino lo mismo que ese día en que fue a visitarme. Eso de agradecer que puede estarse más tranquilo si se tiene el afecto de gente como Farinello. Detesto los obituarios que terminan hablando más de uno en relación con el muerto que sobre lo que el muerto era. Y reparo en que acabo de hacer casi exactamente lo mismo pero necesitaba decírtelo, Luis.
Abrazo.
Eduardo.
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