Por momentos, el presidente parece atrapado en una interminable calesita, que es como en la Argentina se le llama al carrusel
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Ernesto Tenembaum
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Ser presidente de un país no es recomendable para ningún ser humano. Vida hay una sola y debe haber mejores maneras de vivirla. Pero ser presidente de la Argentina es, directamente, un suplicio, un martirio, una condena.
Desde que se desató la corrida contra el peso, a fines de abril de este año, Mauricio Macri padece ese destino. Hace ya dos meses que se acuesta cada día con una obsesión: cómo frenar la estampida del dólar. Ha intentado todo para lograr su objetivo: subir tasas, vender más de 10.000 millones de dólares en reservas, pedir ayuda al Fondo Monetario Internacional (FMI), cambiar hombres clave de su Gabinete, subir encajes bancarios. Y no hay caso. La devaluación del peso se profundiza.
Por momentos, el presidente parece atrapado en una interminable calesita, que es como en la Argentina se le llama al carrusel. Da vueltas y vuelve siempre al mismo punto, cada vuelta es más rápida que la anterior y la calesita entera, entonces, cruje. Un ejemplo puede aclarar esto. En estos días, el Gobierno argentino ofrece papeles que pagan al 70% anual en pesos. Si no ofreciera tamaña fortuna de intereses, decenas de miles de millones podrían derivarse a la compra de dólares. Y esa demanda haría volar el precio del billete norteamericano. Es un recurso desesperado, pero recurso al fin.
El problema es que esa decisión genera un sinnúmero de patologías paralelas. Por un lado, frena la economía porque encarece el crédito. Además, también hace subir el dólar, porque cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía. Si un Gobierno ofrece tanta plata para que los inversores no se vayan a la moneda extranjera, está claro que está en problemas. Para algunos amantes del riesgo, puede ser atractivo. Pero la mayoría ve eso y huye.
Desde hace dos meses estamos así. Sube el dólar. El Gobierno entonces sube la tasa. Por un par de días, el dólar baja, pero solo para tomar envión. Y entonces el Gobierno sube la tasa. Así las cosas, el dólar estaba a 20 y ahora casi a 30 pesos. Y la tasa estaba a treinta y pico y ahora a casi a setenta.
Ese carrusel no es divertido. Una devaluación descontrolada tiene efectos recesivos e inflacionarios. Hace apenas dos meses, los expertos calculaban que en 2018 la Argentina crecería alrededor de un 3% y los precios crecerían alrededor de un 20%. Ahora casi nadie cree que la Argentina crezca este año y los precios subirán por encima del 30%.
¿Cuándo parará el carrusel? Nadie lo sabe. El Gobierno celebra que en las últimas 72 horas el temido billete verde no haya pegado nuevos respingos. Cada hora es cada hora: así de frágil se ha vuelto todo.
Los economistas han estudiado mucho un fenómeno que se llama sudden stop, o sea freno repentino. Un funcionario de Macri explicó en estos días: “Lo que nunca estudiamos es un caso en el que el freno haya sido tan repentino”. Y fue así. A mediados de abril, se realiza habitualmente la Spring meeting del FMI y el Banco Mundial en Washington. En uno de los eventos laterales se le preguntó a los inversores cual era el mejor lugar para invertir el año que seguía. La Argentina arrasó: era la estrella. Una semana después, arrancó la huida en masa con una fuerza tremenda, que no para y no para. Los amores y odios de los niños de Wall Street son demasiado fugaces y dejan un tendal. Este tipo de situaciones puede servir para entender por qué los pueblos de distintos lugares —en Italia, en México, en Estados Unidos— se inclinan para votar opciones que se presentan como antisistema. Es prematuro aún imaginar el destino político de la Argentina.
El presidente Macri ha soportado y sobrevivido a mucha presión en su carrera política. Pero lo que era, hasta hace poco, un lugar seguro, se ha transformado en un carrusel, de esos que tan bien funcionan en las películas de terror hollywoodenses.
Y el presidente, montado en un ajado caballito de madera, da vueltas y vueltas sin encontrar la sortija.
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