Por Horacio Verbitsky
Las alas del deseo mediático-judicial se empantanan en los fangales de la realidad: no encontraron cajas de seguridad en Santa Cruz, el juez Casanello no estuvo en Olivos, el acusador de Aníbal Fernández es un muerto que habla por boca de quien mandó asesinarlo.
El doctor Claudio Glock se entretuvo molestando a los inquilinos de CFK en los departamentos que la ex presidente les alquila en Santa Cruz y su colega Julián Ercolini no encontró ninguna caja de seguridad a nombre de algún miembro de la familia Kirchner.
La Policía Federal informó a los acelerados camaristas Martín Irurzun y Eduardo Farah que no hay ningún registro escrito ni fílmico que confirme la presencia del juez Sebastián Casanello en la residencia presidencial de Olivos, como había aducido el procesado constructor vial Lázaro Báez.
Ibar Pérez Corradi, mencionado en la causa por el triple crimen de General Rodríguez como autor intelectual, dijo que Aníbal Fernández era el supuesto protector de la banda de traficantes de efedrina conocido como La Morsa, pero sólo pudo citar como fuente a Sebastián Forza, el socio desleal al que Pérez Corradi fue acusado de mandar matar.
Uno de los periodistas que clamaron por la detención del ex ministro, sostiene ahora: “Tiendo a creer que Aníbal no es La Morsa”. Su colega que condujo la investigación sobre el caso en el Grupo Clarín escribe que carece de importancia saber quién es La Morsa.
Ése fue el argumento central de la propaganda negra con que Fernández fue atacado durante la campaña electoral y que decidió el acceso de Macrì a la presidencia.
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Ahora venimos a saber que lo importante no es la verdad de los hechos sino las creencias que guían a los dioses del olimpo comunicacional, que pueden variarlas a voluntad sin explicar las razones.
También pueden retorcer la lógica hasta hacerle decir lo que les plazca. Por ejemplo, la orden de Fernández de negar a la Sedronar información policial sobre decomisos de drogas es alegada como prueba de la relación del ex ministro con el tráfico de efedrina, cuando está acreditado que lo hizo porque el jefe de aquel organismo, José Granero, que debía controlar la introducción del precursor químico de las drogas sintéticas, amparaba ese negocio ilegal, razón por la cual está procesado junto con la plana mayor que lo acompañó en la Sedronar, incluyendo a su secretario Miguel Zacarías.
En cambio no fueron procesados sus hermanos Rubén y Luis, que trabajaban en Ceremonial de la Presidencia, pese a que la jueza María Servini los puso en la mira y llegó a indagarlos, sin encontrar nada que los vinculara con el delito.
De este modo, la ofensiva tendiente a presentar al gobierno anterior como una gigantesca asociación ilícita se empantana en los fangales de la realidad, de tránsito mucho más difícil que las nubes de la fantasía y el deseo.
La lógica con que actúa la coalición judicial-mediática fue expuesta con candor hace once años por uno de sus protagonistas.
En su libro de 2005 “Técnicas de investigación”, el editor de Clarín Daniel Santoro explica que para realizar ese tipo de operaciones“se puede recurrir a un abogado a quien conozcamos; le facilitamos parte de la información y le pedimos extraoficialmente que haga una denuncia de modo tal que la justicia comience a investigar”. También “podemos pedirle o sugerirle –en forma extrajudicial y sin aparecer– a un juez o un fiscal que active los mecanismos para levantar el secreto bancario o financiero. (…) Muchas veces se usa el viejo truco en que el periodista manda documentación de un caso en forma anónima a un juzgado o una fiscalía para que se abra una causa judicial”. En vez de abogado podría leerse diputada nacional y nada cambiaría. Sólo falta que algún juez o fiscal revele con la misma ingenuidad su parte en los secretos del oficio compartido.
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