Cuando el movimiento de curas villeros era un hecho y los pobres volvieron a tener al tan esperado interlocutor, en la Argentina de los años setenta no había lugar ni para el más humilde de los llamados a la cordura.
La Alianza Anticomunista Argentina, la famosa Triple A, acaudilladas por José López Rega desde el Ministerio de Bienestar Social, hicieron uno de los tantos “anticipos” de lo que pasaría años después en plena dictadura. “El Padrecito”, como le decían, sus mensajes solidarios, llenos de insolente desobediencia para los poderosos de turno, acababan por molestar como sucede cuando sin importar las razones, dos personas se quieren tomar a golpes de puños y alguien pretende separarlas.
Alrededor de las veinte horas del 11 de mayo de 1974, después de dar misa en la parroquia San Francisco Solano de la calle Zelada 4771 del barrio porteño de Villa Luro, a la voz de “¡Padre Carlos!”, el asesino logró aislarlo de quienes lo acompañaban cuando Mujica se disponía a abordar su humilde Renault 4. El potente sonido de una ráfaga estremeció la cuadra. En medio de un mar de sangre, fue sentándose lentamente. Al percibir que su amigo, Ricardo Rubens Capelli había resultado herido, pidió lo operaran primero antes de dormirse para siempre en el Hospital Salaverry de Mataderos. Cayó en su ley, intentando ayudar a terceros hasta último momento.
Como era de esperarse, una imponente multitud sobre la avenida del Libertador acompañó el féretro hasta la Villa 31, donde fue velado. Para la anécdota, quedaron las acusaciones del gobierno, inculpando a las organizaciones armadas; la desmentida de Montoneros por medio de un muy difundido comunicado, sin contar la “visita” a Capelli realizada en el mismísimo hospital por parte de Jorge Conti, a la postre yerno de López Rega...
Luego de recuperarse de los cuatro impactos de bala, Capelli permaneció “guardado” algunos años, pero tuvo la fortuna de aparecer vivo de milagro, en tiempos que “los veinticinco millones de argentinos se aprestaban a jugar el mundial”. Había pasado demasiada agua bajo el puente. A esas alturas, para el feroz triunvirato de Videla, Massera y Agosti, apoltronados en el cómodo palco del estadio Monumental, Capelli era una sombra. Resultaba más inofensivo que los gritos de los torturados de la Ex ESMA, apenas a poco más de diez cuadras donde la hinchada celebraba los goles de Kempes y Bertoni a Holanda.
Como no hay deuda ni plazo que no se cumpla, el sicario paramilitar Rodolfo Eduardo Almirón, murió enfermo en prisión domiciliaria hacia 2009. Durante el juicio sumario, Capelli logró reconocerlo a pesar de haberlo visto sólo una vez al visitar a su amigo en el Ministerio de Bienestar Social, donde se desempeñó poco tiempo designado por Perón. Su testimonio recobró importancia cuando durante los
gobiernos Kirchner, la reparación de las víctimas dejó de ser una asignatura pendiente para el Estado y los criminales de lesa humanidad, eran condenados a penas efectivas de prisión, sin esperanza de impunidad ni indultos de ningún tipo.
Por su parte, Carlos Mugica, descansa en la parroquia Cristo Obrero, a la espera de la resurrección de la justicia social en la Argentina, bien cerca del alma de los trabajadores que contribuyó a dignificar, a partir del más irrevocable de los compromisos con los humildes de la Patria.
CARLOS ALBERTO RICCHETTI (DNI: 20573717)
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