lunes, 1 de mayo de 2017

Medio siglo sin la “Flor del Trabajo” (Parte 1)


El ex presidente Carlos Eugenio Restrepo no daba crédito a lo que veían sus ojos, cuando apareció esa pequeña gigante de redondos ojos enormes de alegato, la mueca semi curva en los labios de una niña a punto de estallar en lágrimas, pero con el fuego del dolor centenario de otros que le brotaba del alma, intentando hacer mella en los sordos oídos de una sociedad cerrada, canalla e ignorantemente soberbia de sí misma. La cárcel era la prisión de su torso, de donde emergía el grito de libertad sublime, la tragedia de la solitaria búsqueda de una pasión igualitaria esquiva como los amores, la cristalización de los sueños, la negativa de hacer parte del macabro rebaño necesario para lograr la dependencia del país, recargada a base de prejuicios, atraso, a excepción de la enseñanza temprana de agachar la cabeza frente a la autoridad tirana por más injusta que sea a nombre de cuanto corresponde. “Cinco mil obreros de Barrancabermeja han querido que mi corazón traiga el eco de su clamor de justicia y el anhelo que ponen sus energías en esta hora sagrada. No vengo a pediros un mendrugo, no vengo a pediros misericordia, sino justicia”, arengó a la multitud presente para entrar en el corazón de un puñado de seres conscientes de sus derechos inalienables. Fácil le hubiera resultado desentenderse de los problemas de su tiempo, cuando María de los Ángeles Cano Márquez nació el 12 de agosto de 1887 en Medellín, Antioquia, al interior de una atípica familia colombiana integrada por cultos y humanistas educadores, docentes, periodistas, músicos, poetas, la suma del pensamiento libre que tanto odian la mojigatería, la mediocridad, los alcabaleros del chisme de feria porque no pueden imponer su estupidez. Esas fueron las bases para que María desdoble sus primeras inquietudes en románticos poemas llenos de sencillez, pero colmados de un amor incólume derivando más adelante a las nobles causas surgidas de la necesidad de hacer justicia frente a la indignación de una época oscura déspota, no demasiado diferente a la actual pero igual de proclive a la indiferencia de guardar silencio. En 1924 ya colaboraba en el Correo Liberal con las escritoras María Eastman y Fita Uribe, aunque la evolución de sus ideas sociales no le permitiría nunca ser la típica intimista escribiendo versos entre los algodones de una vida distendida, lejos de la angustia de las balas como muchos otros que vinieron más tarde. El 1° de mayo del año siguiente el verbo la había convertido en la “Flor del Trabajo”, humilde proclamación de nobleza popular sin valor alguno, pero impregnada del sagrado solio de los ungidos de entre las masas al reflejar su esencia. ¿El único privilegio a cambio? Ver al artesano, el obrero, el campesino, leyendo juntos al interior de una biblioteca montada poco antes a través de una iniciativa suya, para ser “la lámpara de Diógenes” al momento de barrer las tinieblas de la superstición impuesta. CARLOS ALBERTO RICCHETTI (DNI: 20.573.717)

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