La tragedia boliviana enseña con elocuencia varias lecciones que nuestros pueblos y las fuerzas sociales y políticas populares deben aprender y grabar en sus conciencias para siempre. Aquí, una breve enumeración, sobre la marcha, y como preludio a un tratamiento más detallado en el futuro.
Primero, que por más que se administre de modo ejemplar la economía como lo hizo el gobierno de Evo, se garantice crecimiento, redistribución, flujo de inversiones y se mejoren todos los indicadores macro y microeconómicos la derecha y el imperialismo jamás van a aceptar a un gobierno que no se ponga al servicio de sus intereses.
Segundo, hay que estudiar los manuales publicados por diversas agencias de EEUU y sus voceros disfrazados de académicos o periodistas para poder percibir a tiempo las señales de la ofensiva. Esos escritos invariablemente resaltan la necesidad de destrozar la reputación del líder popular, lo que en la jerga especializada se llama asesinato del personaje (“character assasination”) calificándolo de ladrón, corrupto, dictador o ignorante. Esta es la tarea confiada a comunicadores sociales, autoproclamados como “periodistas independientes”, que a favor de su control cuasi monopólico de los medios taladran el cerebro de la población con tales difamaciones, acompañadas, en el caso que nos ocupa, por mensajes de odio dirigidos en contra de los pueblos originarios y los pobres en general.
Tercero, cumplido lo anterior llega el turno de la dirigencia política y las elites económicas reclamando “un cambio”, poner fin a “la dictadura” de Evo que, como escribiera hace pocos días el impresentable Vargas Llosa, aquél es un “demagogo que quiere eternizarse en el poder”.
Supongo que estará brindando con champagne en Madrid al ver las imágenes de las hordas fascistas saqueando, incendiando, encadenando periodistas a un poste, rapando a una mujer alcalde y pintándola de rojo y destruyendo las actas de la pasada elección para cumplir con el mandato de don Mario y liberar a Bolivia de un maligno demagogo. Menciono su caso porque ha sido y es el inmoral portaestandarte de este ataque vil, de esta felonía sin límites que crucifica liderazgos populares, destruye una democracia e instala el reinado del terror a cargo de bandas de sicarios contratados para escarmentar a un pueblo digno que tuvo la osadía de querer ser libre.
Cuarto: entran en escena las “fuerzas de seguridad”. En este caso estamos hablando de instituciones controladas por numerosas agencias, militares y civiles, del gobierno de Estados Unidos. Estas las entrenan, las arman, hacen ejercicios conjuntos y las educan políticamente.
Tuve ocasión de comprobarlo cuando, por invitación de Evo, inauguré un curso sobre “Antiimperialismo” para oficiales superiores de las tres armas. En esa oportunidad quedé azorado por el grado de penetración de las más reaccionarias consignas norteamericanas heredadas de la época de la Guerra Fría y por la indisimulada irritación causada por el hecho de que un indígena fuese presidente de su país
. Lo que hicieron esas “fuerzas de seguridad” fue retirarse de escena y dejar el campo libre para la descontrolada actuación de las hordas fascistas --como las que actuaron en Ucrania, en Libia, en Irak, en Siria para derrocar, o tratar de hacerlo en este último caso, a líderes molestos para el imperio-- y de ese modo intimidar a la población, a la militancia y a las propias figuras del gobierno.
O sea, una nueva figura sociopolítica: golpismo militar “por omisión”, dejando que las bandas reaccionarias, reclutadas y financiadas por la derecha, impongan su ley. Una vez que reina el terror y ante la indefensión del gobierno el desenlace era inevitable.
Quinto, la seguridad y el orden público no debieron haber sido jamás confiadas en Bolivia a instituciones como la policía y el ejército, colonizadas por el imperialismo y sus lacayos de la derecha autóctona. Cuando se lanzó la ofensiva en contra de Evo se optó por una política de apaciguamiento y de no responder a las provocaciones de los fascistas.
Esto sirvió para envalentonarlos y acrecentar la apuesta: primero, exigir balotaje; después, fraude y nuevas elecciones; enseguida, elecciones pero sin Evo (como en Brasil, sin Lula); más tarde, renuncia de Evo; finalmente, ante su reluctancia a aceptar el chantaje, sembrar el terror con la complicidad de policías y militares y forzar a Evo a renunciar. De manual, todo de manual. ¿Aprenderemos estas lecciones?
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En Bolivia se acaba de asestar un mazazo al futuro de la institucionalidad y de la democracia como valores aceptados por las mayorías en América Latina. Ya no es un golpe blando lo que se concretó. No se resolvió en el Congreso como pasó en Paraguay y Brasil, cuando se destituyó al obispo Fernando Lugo y a Dilma Rousseff. Se acaba de decidir en los cuarteles, desde donde se emplazó al presidente Evo Morales a abandonar el gobierno. La derecha regional que en el pasado avaló dictaduras militares en todo el continente y se valió de las fuerzas armadas para tomar el poder, además se movilizó en las calles para lograr sus propósitos desestabilizadores. Utilizó una herramienta de lucha de los populismos que cuestiona, porque sabe que ahí se puede definir el destino de un país.
El argumento que siempre agitó o pregonó es variopinto: la corrupción, el fraude, el chavismo o la defensa de una sociedad occidental y cristiana en una cruzada de la fe, con reminiscencias de la conquista española, por la cruz y la espada.
Se apoyó en el fantasma del comunismo como en la peor época de la Guerra Fría. Esa batería oculta su verdadero propósito. No renunciar jamás a sus beneficios, que son muchos. Sostenerse en la condición de clase que representa, por la que se siente legitimada a estar siempre en el gobierno, muy cerca de él o condicionándolo. Su objetivo es conocido: asediar a los procesos populares, tutelar las democracias y que el control remoto de esas democracias se ejerza desde Estados Unidos y organismos supranacionales que jamás se someterían a ningún mecanismo pluralista de supervisión.
“El golpe de Estado se ha consumado”, declaró el vicepresidente Álvaro García Linera. La vigilia en La Paz y El Alto, el conglomerado urbano más importante del estado plurinacional, había sido violenta, tensa y un campo fértil para que el conflicto se desmadre. En buena medida, los militantes del MAS, el partido del gobierno que respaldan al presidente Evo Morales, jugaron casi todas sus fichas ahí, entre 3.600 y 4.000 metros de altura.
Ahora no la tendrán fácil con el presidente fuera del gobierno, con una policía nacional amotinada y los militares que vieron cumplido su propósito de pedirle la renuncia al presidente. Se la exigió hoy Williams Kaliman, el comandante de las Fuerzas Armadas.
La pretensión del líder cruceño Luis Fernando Camacho de entregarle una carta a Evo para pedirle que renuncie, sin más representatividad que la de un núcleo duro de golpistas de su departamento en Oriente, había tensado la situación al máximo. Se presentó en la Casa de Gobierno, y ante la ausencia de Evo colocó su escrito sobre una biblia y la bandera boliviana arrodillándose en el piso. Como un cruzado que entró a Jerusalén.
Lanzado a La Paz como Juan Guaidó en Venezuela cuando ganó la calle y tuvo que recular, el abogado boliviano es el mascarón de proa de una oposición que no disimula lo que hará cuando gobierne. Camacho citó en público a Pablo Escobar como sinónimo de lo que debería hacerse en Bolivia – sugirió anotar en una libreta a los traidores al estilo del narcotraficante – y corrió a Carlos Mesa, el principal candidato presidencial opositor, del escenario combustible que se está armando en el país. Ahora es él un primer actor.
El cruceño es hijo de José Luis Camacho Parada, quién también dirigió al Frente Cívico en la década de los ochenta. En 1981 organizó el primer paro de carácter departamental en la historia de esa institución, exigiendo que no se concretara el Proyecto azucarero de San Buena Ventura, en el norte de La Paz. Supuestamente afectaba a Santa Cruz. Como su padre, que intentaba imponerle condiciones a un departamento que no es el suyo -Bolivia tiene nueve, Luis Fernando le dio el primer ultimátum de 48 horas al presidente legítimo para que abandonara la Casa del Pueblo, la nueva sede del gobierno en la capital. Además forma parte de Los Caballeros del Oriente, una de las dos grandes logias de Santa Cruz, el bastión de la derecha más radicalizada.
Es curioso, pero el clan Camacho que completa José Luis Camacho Miserendino, el hermanastro mayor de Luis Fernando, se queja de las condiciones que presuntamente le impone La Paz a su departamento.
Pero desde 2010, la tasa de crecimiento del PIB de Santa Cruz ha sido superior a la de Bolivia. En 2018, su economía creció a una tasa del 5,80%, un 37,44% más que la de todo el país (4,22%). Se quejan de que su región no recibe lo que produce, pero el 26% de las exportaciones globales, el 60% de las exportaciones no tradicionales y el 70% de las agroexportaciones, más el 70% de los alimentos de Bolivia, salen de ahí. Lo dice el diario opositor Página 7, no un medio oficialista y afín a Evo.
Los Camacho tienen lazos políticos con el fugitivo Branko Marinkovic, quien se refugió en Brasil en 2010, tras recibir acusaciones de sedición y separatismo en Santa Cruz por haber organizado y financiado una banda armada que pretendía la independencia de los departamentos de Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija. La comandaba otro croata-boliviano: Eduardo Rózsa Flores. Como el clan, tiene varias cuentas offshore denunciadas en los Panamá Papers. Después de los comicios del 20 de octubre había escrito en su cuenta de Twitter: “La elección fue fraudulenta, eso lo sabe el mundo, no basta solo la segunda vuelta, se tiene que repetir sin el candidato ilegítimo e ilegal para también sacar a sus parlamentarios fraudulentos”.
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