Reseña de la trama política, judicial y policial desde el atentado a la AMIA. Protagonistas que fueron cruciales y que se olvidan en pos de una movida opositora. Menem, Anzorreguy, Corach, Galeano, Beraja. Encubrimientos, complicidades políticas. La dirigencia comunitaria y las organizaciones militantes, dos trayectorias diferentes. Por qué ahora: un atisbo de respuesta.
Por Mario Wainfeld
El atentado contra la Embajada de Israel permanece impune. Es sugestivo, pero no extraño, que no se lo haya evocado en estos días porque tiene algunos puntos en común con el atentado contra la AMIA.
Recién en diciembre de 2014 se dictó una sentencia contra algunos responsables directos de la voladura de Río Tercero. La sanción no alcanzó a supuestos mentores políticos o instigadores (“autores intelectuales” en jerga periodística).
Las matanzas de fin de diciembre de 2001 en las inmediaciones de la Casa de Gobierno se siguen sustanciando en Tribunales. Ahorremos pronósticos o pálpitos: no hay hasta ahora condenados siquiera con sentencias recurridas.
Cuando estalló el llamado escándalo IBM-Banco Nación, uno de los potenciales implicados, Marcelo Cattáneo, apareció ahorcado, con un recorte de diario alusivo al affaire en la boca. Parecía un mensaje mafioso, jamás se develó nada y se concluyó que fue suicidio.
Comparar hechos de sangre con corrupción puede ser desproporcionado, pero recordemos que hubo puras absoluciones en el expediente que investigaba las “coimas en el Senado”.
El largo fracaso de la causa AMIA dista, sugerimos, de ser una excepción. El sistema judicial argentino, sus fuerzas de seguridad y, eventualmente, los Servicios de Inteligencia acumulan muchos casos tremendos no resueltos.
Atribuir al kirchnerismo esa tendencia es una osadía a la que, de momento, no se atrevieron los medios dominantes y su claque judicial o política.
Con referencia a la AMIA vale la pena recordar que el crimen se produjo hace más de veinte años. Y que la acumulación de pruebas o certezas siempre fue patética, desde mucho antes que amaneciera el kirchnerismo.
También subrayar lo que es el abecé de cualquier pesquisa; los momentos esenciales son los primeros. Develar una masacre veinte años después, cuando media además intervención de poderes internacionales y autores avispados, es casi una quimera. En 2003, cuando asumió el presidente Néstor Kirchner, el expediente estaba anclado, se habían anulado pruebas contaminadas. Y la única sentencia dictada fulminaba nulidades y promovía otra causa por encubrimiento. Ya habían pasado casi nueve años de ocultamiento, torpeza de los investigadores y complicidades.
El cronista ha escrito sobre esos aspectos muchas veces, por lo menos desde 1997. Dista de ser un especialista en el expediente mismo, pero sí ha seguido de cerca todas las peripecias políticas que lo entornaron. Por un lado, le provoca cierta fatiga reiterarse. Por otro, cree que es pertinente hacer una reseña que (contra lo que es moda) empiece por el principio porque, como ocurre con este diario, su prosa “resiste un archivo”. Y, por ahí, vale la pena recorrerlo. Sólo se hablará del fiscal Alberto Nisman y del actual gobierno varios párrafos más adelante. Es que la historia no empezó ayer y es elocuente.
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Galeano y la historia oficial: Un ministro menemista explicaba por entonces, en riguroso off the record, cuál era el protocolo pragmático en Estados Unidos para tramitar investigaciones sobre crímenes horrorosos que conmovían a la opinión pública. El proceder tenía dos pasos. El primero es arrestar a algún sospechoso con antecedentes (creíble, pongamos) para endilgarle el crimen de modo de tranquilizar a los medios y a “la gente”. El segundo, bajo ese camuflaje que atenúa la presión, investigar bien. El menemismo cumplió la primera premisa a fondo y se salteó la segunda, con todo.
La causa recayó en el juzgado de Juan José Galeano, un magistrado de baja competencia e inexperto. Había sido designado recientemente juez federal, propuesto por el jefe de la SIDE Hugo Anzorreguy, quien lo había registrado siendo un oscuro secretario en un juzgado donde el estudio del jefe de los espías tramitaba un juicio importante. Formó parte de un elenco elegido de arrebato por Anzorreguy y por el ministro Carlos Corach. Magistrados sin raigambre aunque confiables políticamente. Mediocres ascendidos meteóricamente: se presuponía que eso los haría deudores de sus jefes. Su cometido esencial era cuidarle las espaldas al gobierno en Comodoro Py. En un arranque de sinceridad que se hizo famoso, Corach le reseñó a su compañero de gabinete, Domingo Cavallo, quiénes eran y para qué estaban. Cavallo deschavó la charla, durante una interna posterior, desde entonces se los conoce como “los jueces de la servilleta” en la que Corach habría garabateado sus apellidos.
Galeano no daba la talla para tamaño asunto ni tampoco quiso esforzarse para darla. Era un inútil desde el vamos y obró de mala fe. Fue el juez ideal para acompañar una “historia oficial” que sembró el menemismo, plagada de datos y testigos falsos. Los grandes mentirosos no son los que macanean todo el tiempo, sino aquellos que combinan datos veraces con falacias, de modo de confundir más.
Esa versión se quiso imponer como historia oficial. Contó, desde ya, con la anuencia de la Casa Rosada. El embajador de Israel, Yitzhak Avirán, se plegó a la historia. “La Embajada” de Estados Unidos también fue solícita. Da bronca, pero no corresponde indignarse especialmente; hablamos de dos países que tienen a Medio Oriente como prioridad absoluta, con criterios nacionales propios. Un crimen en la Argentina no estaba en la lista de sus prioridades, por razones que ellos sabrían. Tal política exterior es cuestionable, pero mucho peor es que un gobierno argentino se plegara a ella o usara su coincidencia como coartada para defeccionar. Era la época de las “relaciones carnales”.
Los familiares de las víctimas, un puñado minoritario de periodistas y abogados fueron denunciando cómo se envenenaba la causa. En el acto que conmemoraba el tercer aniversario, la mayoría de los asistentes se indignó por la presencia de Corach y otros funcionarios. La rabia se hizo sentir y ver cuando habló Rubén Beraja, presidente de la DAIA. Beraja es un hombre culto, muy religioso, sumamente agradable en el trato. Titular de un banco en apuros, tal vez ese factor personal influyó en su postura.
Beraja comenzó su discurso, nombró al gobierno, lo chiflaron e insultaron. Muchos asistentes le dieron la espalda, un gesto que uno considera muy ligado a la cultura judía. Beraja porfió, la muchedumbre también. Fue una escena inolvidable, un dictamen de la concurrencia sobre el pacto entre DAIA-AMIA y el gobierno.
Esa tarde, cerrando un infausto círculo, la plana mayor de la DAIA con Beraja a la cabeza fue a la Rosada para pedirles perdón a Menem y sus acólitos. Un gesto de sumisión y complicidad imborrable. Desde ese momento la DAIA ha cambiado muchas veces de autoridades, las hubo más cercanas a Beraja, otras más distantes. Ninguna formuló una autocrítica pública. Ni enderezó el rumbo.
Como marca una formidable y dolorosa tradición, fueron los familiares y allegados a las víctimas los que sostuvieron la lucha (ver recuadro aparte).
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Nulidad y derivaciones: Pruebas plantadas, sobornos a testigos, evidencia desaparecida, acusados útiles para la interna del peronismo... la causa condensaba irregularidades y falacias. Galeano conducía el proceso. El gobierno avalaba y se escudaba en la prédica de Estados Unidos e Israel. En el Congreso se designó una Comisión Bicameral de seguimiento del trámite. Transcurría la era del bipartidismo simulado que hoy tantos añoran. Una sola legisladora se opuso a los plácemes de diputados y senadores con el afrentoso manejo de Galeano. Era Cristina Fernández de Kirchner quien votó en disidencia minoritaria, enfrentando a su bloque. Buena parte de sus argumentos surgieron de su trato cotidiano con las organizaciones de familiares. Tuvo con ellos un constante ida y vuelta, los conoce desde entonces.
En 2004, a diez años de la tragedia, el Tribunal Federal Oral Número Tres pensó distinto al Departamento de Estado. Consideró nulas todas las actuaciones por haberse sustentado en pruebas contaminadas. Liberó a todos los acusados que estaban presos. Se abrió, ya se comentó, una por encubrimiento que concierne a autoridades políticas, policiales y judiciales. El juez Ariel Lijo (un federal de una camada nueva) quiso sobreseer recientemente a Corach. La Cámara frenó la intentona, aunque Corach no está procesado aún, a diferencia de Anzorreguy, Galeano y el comisario retirado Jorge “Fino” Palacios.
Ya había un expediente en el que se debía pesquisar la conducta del federal Galeano. Estaba a cargo de su compadre de servilleta, Claudio Bonadio. Adivinen qué tal anduvo.
La Corte Suprema ordenó reabrir la causa por el atentado, morigerando la nulidad. Esa causa es la que motiva los debates de hoy.
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Historia más cercana: Cuando Néstor Kirchner llegó a la presidencia, la causa principal estaba en pañales, arrumbada. Si la intención del actual oficialismo era garantizar impunidad le bastaba con dejarla seguir así: la nómina incompleta vertida al principio de esta columna lo ilustra bien. No hacer nada, como los gobiernos previos, era la clave de ese “éxito”. O asumir un fracaso colectivo que en sustancia ya se había consumado. Como escribió el Tribunal Oral 3 con la complicidad de los tres poderes del Estado.
Llegamos, ahora sí, al tema de esta semana. Lo abreviaremos porque mucho se ha hablado y escrito. Fue Kirchner quien propuso crear una fiscalía especial a cargo de Nisman. Fueron él y la presidenta Cristina Fernández de Kirchner quienes pusieron AMIA como ítem central de la agenda pública. Los que tramitaron y sostuvieron ante Interpol las “alarmas rojas”. Los que reclamaron en la ONU cooperación del Estado iraní. Fue Kirchner quien reconoció ante un tribunal internacional la responsabilidad del Estado argentino (ver asimismo recuadro aparte).
Nisman divide el accionar oficial en el tiempo: un comienzo de apoyo y compromiso. Luego llegarían el encubrimiento y la confabulación, No hay tal. Hubo un afán de ahondar la pesquisa, que llevó al voluntarismo extremo de nombrar a un inútil como él, dotarlo de recursos y herramientas. Y que culminó en el Memorándum de Entendimiento, un tratado aprobado en regla por el Congreso. Era muy peliagudo que Irán le diera cumplimiento, era la única posibilidad, infinitesimal, de avanzar en el trámite respecto de los sospechosos iraníes. Es exótico que cualquier país del mundo permita extraditar a sus nacionales para ser juzgados fuera de sus fronteras. A título de excepción, puede hacerse con marginales o con perseguidos políticos. El gobierno democrático de Chile peleó a brazo partido para que Pinochet fuera liberado por Gran Bretaña, donde estaba detenido a pedido del juez Baltasar Garzón. Y aunque esté en el desván de los olvidos, los gobiernos de Menem y De la Rúa se negaron a extraditar represores genocidas a países europeos en los que se los juzgaba. Y a juzgarlos acá, claro. Los menemistas, con desparpajo proverbial, casi no argüían. Más hipócritas, los aliancistas prodigaban argumentos huecos (su especialidad) o proclamas nacionalistas y soberanas (un tópico ajeno a su repertorio predilecto). La dificultad de conseguir que los sospechosos iraníes se sometan a indagatoria con “todas las de la ley argentina” suscita un parate de difícil o imposible solución. Ahí se atasca la causa. Hay otras vertientes para pesquisar, el juez Rodolfo Canicoba Corral se las puntualizó a Nisman: la pista siria, la conexión local.
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Nisman no lo hizo: En el larguísimo lapso en que se movió sin “estorbos” Nisman no supo o no pudo avanzar. Nada hizo respecto de la llamada “conexión local” que no roza el área de influencia de potencias extranjeras.
La pista iraní es una de las que fueron develando militantes, letrados y periodistas. Otros colegas se inclinan por la llamada “pista siria”. Hay frondoso material escrito en pro de una u otra hipótesis, ninguna está probada cabalmente. Las dos hipótesis fueron articuladas por intérpretes interesados, a menudo de buena fe. El deber de jueces y fiscales no es volcarse a priori por una y sacralizarla sino investigar a todas.
La política exterior de Estados Unidos e Israel de los años recientes sindicó a Irán como eje del mal, tras otros devaneos previos. Es clásico: los aliados de hoy se transforman en el demonio de mañana o viceversa. Todo su interés se volcó en culpar a iraníes del atentado, como parte de una estrategia internacional vasta, en la cual Argentina es un detalle, como mucho.
Por si hace falta, se aclara que el autor de estas líneas no predica la inocencia de los iraníes sospechados. Ni es tan conspirativo para pensar que son inocentes porque países extranjeros proclaman su culpabilidad. Ni tiene ninguna afinidad o simpatía con integristas de cualquier nacionalidad o religión. Sólo se señala el alineamiento político de Nisman, que lo indujo a sesgar su labor y dejar de lado tareas importantes.
Hace relativamente poco el ex embajador Avirán anunció en declaraciones periodísticas que los autores del atentado habían sido ejecutados por Israel. Era vano y superfluo buscarlos. Las autoridades israelíes lo desmintieron enfáticamente. Avirán mentía, ya no pertenecía al servicio exterior. Dejaron filtrar que la salida había sido deshonrosa y que el embajador (traducción libre del hebreo al castellano) era un trucho o por ahí un poquitín corrupto. Las especificaciones resultan verosímiles, lástima que tardías. Ni por asomo hubo autocrítica sobre las acciones de Avirán mientras estaba en funciones en estas pampas.
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Aquí y ahora: Llueven elogios de la “Corpo” y de la “opo” sobre la denuncia de Nisman. Las adjetivaciones hiperbólicas están en el orden del día. Como en cualquier caza de brujas se concede más atención a la desmesura de los cargos que a su pretensa prueba. Se ignora el texto completo del dictamen, sólo se dispone una sinopsis del propio fiscal. Aun sobre esa menuda base, la “confabulación” es un disparate. Lo es desde el ángulo jurídico porque pretende que una ley aprobada por un Congreso democrático pueda ser parte imprescindible de un delito. El tratado sería parte del delito, porque sin él no se consumaría la impunidad.
Los asuntos jurídicos son espinosos y técnicos. El cronista afirma que eso es atrabiliario, antijurídico y que no tiene precedente alguno en la Argentina. Desde luego, abre su oído y su casilla de mail para quienes le puedan dar ejemplos en contrario.
El hipotético móvil es insensato. Propiciar la compraventa de cereales contra petróleo no requiere una implementación tan perversa. Las commodities son mercaderías sin especificidad, accesibles en cualquier mercado. El petróleo iraní es igual al de cualquier otra procedencia: no es un producto sofisticado, una alfombra persa, un vino fino. Sobran vendedores potenciales de petróleo o compradores posibles de trigo en el planeta. Por añadidura, no se compró ni mucho ni poco petróleo a Irán.
En cuanto a las supuestas pruebas difundidas, serían escuchas de origen dudoso. Ya hubo pruebas contaminadas en esta triste saga, todo indica que la historia se repetirá. Las que se cuentan no prueban nada, no emanan de la Presidenta o del canciller y salvo una posible mención despectiva de Luis D’Elía ni siquiera los aluden.
En cuanto al afán oficial de tender un manto de impunidad no ha sido ésa su trayectoria en casi doce años. Ni antes.
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Concatenaciones: El escándalo se provoca en medio de cimbronazos en la Secretaría de Inteligencia y el Poder Judicial. Los movimientos de Nisman derivan de internas entre “servicios” y una embestida de parte de la corporación judicial contra el Gobierno. Tapar su patético desempeño ha de ser parte de su objetivo. Hasta ahí, la ecuación subjetiva del fiscal.
El contexto político es otra variable fundamental. El establishment y la oposición dieron por derrotado al oficialismo entre 2008 y 2011. Cuando terminaba 2013 pronosticaron que el fin de ciclo se caía de maduro. La derecha real, los poderes fácticos, intentaron suplir al veredicto popular y garantizar el desenlace deseado ante tempus hace casi seis años en las rutas y en numerosos embates destituyentes en la city. El año pasado se produjo uno de los más despiadados, y ya es decir.
Sin embargo, el kirchnerismo es duro de vencer. Conserva chances en las urnas. Dista de ser el seguro ganador pero su derrota está lejos de estar sellada.
La estrategia de campaña de los medios hegemónicos es la acumulación cotidiana de escándalos y denuncias. Habrá alguno con asidero, pero el mayor aporte consiste en la repetición. La idea fuerza es descalificar al Gobierno, a la Presidenta especialmente. Sacar el debate del terreno político y llevarlo al plano de la pura indignación. La perspectiva de una controversia centrada en las políticas públicas democráticas los escuece.
La presidenta Cristina tiene toda la pinta de conseguir lo que no lograron sus antecesores Raúl Alfonsín y Carlos Menem (ni hablemos de Fernando de la Rúa o Eduardo Duhalde...). Puede conservar primera minoría fiel en el Senado (casi seguro) y en Diputados. Y ser una referente política para una fuerza poderosa capaz de interpelar a una envidiable fracción de la ciudadanía. Obviemos cifras, que son mutables y un poco antojadizas. Más que sus adversarios, casi seguro.
Para impedir la continuidad de un proyecto político y de un liderazgo, parecen imaginar los dueños del poder, ni siquiera alcanzaría con que la “opo” llegara a la Casa Rosada. De ahí la furia que no conserva estilo ni coherencia discursiva. Y que en el borde coquetea con variantes del golpe de Estado.
Los dirigentes opositores, en particular los que son altamente competitivos, prefieren plegarse como retaguardia a la ofensiva en vez de jugar en su cancha. Ese es el cuadro de situación cuando amanece el año. Ojalá “la política” (de cualquier sector o facción) ocupe un lugar preponderante, Sucederá, de cajón, cuando el pueblo vote, sería estimable que se fuera apuntalando antes.
mwainfeld@pagina12.com.ar
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