Cuando el 16 de septiembre de 1955 los ecos de los bombardeos a Plaza de Mayo no habían cesado, el destituido presidente Juan Domingo Perón no vaciló en marcharse para no llevar a los argentinos a una guerra fratricida. El contexto internacional no lo ayudaba. Los gobiernos de América Latina ajenos a las directrices de Estados Unidos, habían ido cayendo como un castillo de naipes. La opción de “venderle el alma” al comunismo estalinista, por muy tentador que pareciese, hubiera sido como cambiar de dueños. Perón habló de costos de tiempo, en lugar de vidas argentinas. Pero si se abstuvo de reprimir o fusilar; ¿por qué los demás no?
Al año siguiente, la asonada peronista comandada por los generales Juan José Valle y Raúl Tanco, fue aplastada a sangre y fuego aún cuando en el caso de los civiles de José León Suárez, no se había decretado la ley marcial. Pasaron casi dieciocho terribles años de ajuste, desnacionalización, de democracias condicionadas con proscripciones.
La clase media opulenta de mediados de los años cincuenta del pasado siglo XX, incluida la de Buenos Aires, visceralmente antiperonista, diez años después había sido empobrecida tanto por el gobierno de facto que habían apoyado con fervor, como por las administraciones siguientes. Hubo organizaciones políticas y armadas decididas a impedir el vaciamiento, pero el número de sus integrantes era ínfimo comparado con el de la cantidad de habitantes del país. Existía la indiferencia, la apatía, la resignación, el sálvese quien pueda, casi mancomunado con una parte de la organización sindical traicionando los intereses de sus representados.
A pesar de llenarse las organizaciones peronistas de bases de hijos de antiguos “gorilas”, el retorno de Perón no terminó nunca de hacer raíces. La irresponsabilidad de los oportunistas colgados de las alas del anciano líder, alentaron la confrontación que necesitaban. A su vez, por “inercia combativa”, grupos armados pretendieron erguirse a manera de “iluminados”, luchar a nombre de un pueblo prescindiendo de las masas, para la cual terminaron siendo indiferentes, al punto de aplaudir el desbaratamiento de sus planes y de ponderar el “éxito antisubversivo” de los verdugos de las reivindicaciones de las mayorías.
Pasaron siete años de una dictadura despiadada, una crisis económica terminal, una guerra perdida “en el nombre de la Patria”, aunque más no fuera el “manotazo de ahogado” para ver si “podían quedarse”. El resultado, un país destruido hasta sus cimientos y personas demasiado distraídas con la “fiebre del importado”, del entretenimiento, de la búsqueda de la pizarra bancaria que le otorgara mayor interés a los plazos fijos, la especulación mediante la compra de moneda extranjera, sin omitir la discusión instalada de si el “Tano” Vicente Pernía, debía reemplazar a Jorge Mario Olguín en el seleccionado rumbo al mundial de España. No fueron
simplemente “víctimas incautas” de gobiernos en asocio a los emporios internacionales, sino también responsables de mirar hacia otro lado.
Escribe: CARLOS ALBERTO RICCHETTI (DNI: 20573717)
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