Antes que el xenófobo y fascistoide Donald Trump se alzara con la presidencia de los Estados Unidos, el régimen político y económico de la mayor potencia del planeta ya había dado poderosas muestras de desintegración. La deuda pública norteamericana, que se triplicó en la última década, supera el 100% de su producto bruto. El rescate capitalista de la bancarrota del 2007-2008 ha hipotecado las finanzas públicas. Pero no sacó al país del pantano económico, lo que se expresa en la caída de la inversión y el rendimiento del trabajo, por un lado, y en el agravamiento de la miseria social, por el otro. Los que buscan los “brotes verdes” en la economía yanqui se solazan con una caída de la tasa de desocupación del 10 al 5% entre 2009 y hoy. Pero ese indicador oculta que, en el último lustro, se ha triplicado la proporción de norteamericanos de entre 25 y 50 años que han dejado de buscar trabajo. Del mismo modo, la desocupación juvenil roza el 15%. La victoria de Trump, incluso en bastiones históricos del aparato demócrata, ha traducido una monumental insatisfacción popular, de cara al crecimiento de la polarización social y la inseguridad de la existencia. A comienzos de este año, Trump era sindicado como uno de los “freaks” de la interna republicana, esto es, un candidato sin chances y por fuera del respaldo del aparato partidario. Su victoria expresa la desintegración, no ya de su propio partido, sino del conjunto del régimen político norteamericano. Pero esa crisis, en la primera potencia del planeta, expresa al conjunto del orden económico y político que emergió de la caída de la URSS.
Defol encubierto y proteccionismo
A pocas horas de su victoria, Trump anunció un plan de obras públicas que debería financiarse en base a un aumento de la emisión y de la deuda pública. Pero ese reendeudamiento vendría acompañado de una licuación de la “vieja” deuda, como consecuencia de una desvalorización del dólar que ya se ha puesto en marcha. Este defol encubierto es un golpe severo a los grandes acreedores de EEUU, como China y Japón. Por otra parte, el antagonismo con China sería reforzado con trabas a las importaciones de ese país, las cuales, de todos modos, ya existen bajo la actual administración. Obama-Clinton, además, han parido un tratado “transpacífico” dirigido, precisamente, a aislar comercialmente a China. Como muchos de sus anuncios, los planteos proteccionistas de Trump son la expresión extrema de tendencias preexistentes – en este caso, de la agudización de los antagonismos comerciales que impone la bancarrota capitalista internacional, una de cuyas expresiones es la sobreproducción y sobreinversión en China. Estos planteos, sin embargo, entran en choque con los intereses de las corporaciones y sus esquemas de fabricación “globales”, que se extienden a los países asiáticos o a la maquila mexicana. A partir de estos límites, los llamados de Trump a incentivar la producción local podrían servir de coartada para impulsar una reforma laboral antiobrera al interior de sus propias fronteras, extorsionando a los obreros que lo votaron a resignar condiciones laborales y salariales a cambio de un eventual puesto de trabajo. Como todo nacionalista, Trump utilizará la coartada de la guerra comercial para acentuar la presión sobre la clase obrera. Pero también se servirá de ello como presión hacia México, Europa, China y América Latina, para arrancarle mayores concesiones a las inversiones de las corporaciones norteamericanas.
El nuevo presidente derechista también ha anunciado “mano dura”, una advertencia que tiene lugar en medio de grandes rebeliones de los negros y latinos pobres contra los atropellos policiales. También en este punto, Obama-Clinton hicieron “escuela” con duras represiones y el reforzamiento del Estado policial. Entre los escándalos que sacó a la luz la campaña electoral, se revelaron los vínculos privados entre Hillary y los “servicios” de inteligencia (FBI), o sea, un estado conspirativo. En ese marco, muchos núcleos de inmigrantes registraron altas votaciones en favor de Trump, a expensas de quienes reclamaban el voto en nombre de las “libertades públicas”.
Guerra y crisis mundial
En el curso de esa campaña, Trump llamó la atención con sus arrebatos belicistas en materia de política exterior. Pero también en este punto, recorrerá la saga que ya han abierto los demócratas. Cuando la campaña electoral finalizaba, Obama-Clinton lideraban una escalada militar de la OTAN sobre la ciudad de Mosul, en nombre de combatir a un Ejército Islámico que prohijaron sus aliados turcos y sauditas bajo la vista gorda de la administración demócrata. Pero el objetivo estratégico de esta ofensiva a sangre y fuego es la re-ocupación militar de Irak y, principalmente, la plataforma de una avanzada decisiva sobre Siria. El intervencionismo militar directo e indirecto del imperialismo yanqui está a la orden del día, y Trump cabalgará sobre esa tendencia. El magnate derechista, mientras tanto, le ha reclamado a la Unión Europea su “falta de colaboración” en el sostenimiento financiero de estas empresas bélicas. Ello preanuncia la tentativa de avanzar sobre la maltrecha unión del viejo continente, que asiste a un agravamiento de sus bancarrotas financieras en Alemania e Italia. Trump, al mismo tiempo, coquetea con una alianza con Rusia, otro expediente contra la UE y, principalmente, contra China. Pero un acuerdo con Putin sería también un intento de penetración financiera en Rusia, cuya economía debe ser rescatada de otra crisis de sobreproducción- la de los hidrocarburos. Las tendencias a la guerra y a la recolonización económica son una expresión necesaria de la crisis capitalista, que debe proceder a una liquidación de capitales sobrantes y de fuerzas productivas largamente postergada.
De Washington al “patio trasero”
De conjunto, la victoria de Trump es un golpe al gigantesco andamiaje político de contención de la crisis capitalista que ha tenido como ejes al Departamento de Estado, al Vaticano, a la troika europea y –con menos modales- a la OTAN. Si estos concertadores han fracasado, también es cierto que las expresiones derechistas que han emergido de estas crisis tampoco han alumbrado una salida. El establishment norteamericano y mundial buscará ahora una “aproximación” a Trump y, naturalmente, a su agenda derechista. A su turno, Trump ha anunciado que gobernará “para todos”, en un intento por arrimarse al gran capital y al sistema político que había cerrado filas con Clinton. Pero por debajo de estos movimientos, subyace el impasse social y económico de los Estados Unidos, que no puede resolverse con gestos diplomáticos. La camarilla de Trump tendrá que vérselas con esas contradicciones y arbitrar sobre un Congreso dominado por los ajustes de cuentas y las tendencias a la desintegración de sus partidos. El sistema político de la principal potencia del planeta ha ingresado en un régimen de manotazos y crisis permanentes.
La escalada de reendeudamiento anunciada por Trump, junto a la inestabilidad financiera internacional, podrían servir de pretexto para una suba de las tasas de interés que, de todos modos, ya había anticipado la actual administración del Banco Central norteamericano. Pero un reflujo de recursos hacia Estados Unidos dejaría pedaleando en el aire a los “emergentes” que se han servido de las tasas de interés bajas o incluso negativas para reciclar y aumentar sus propias hipotecas, como ocurre, en primerísimo lugar, con el gobierno Macri. El multitudinario elenco de diputados, senadores y legisladores argentinos que viajaron en estas horas a EEUU para saludar la victoria de “la amiga de Wall Street” ha vuelto trasquilado. El gabinete del “retorno a los mercados” se ha topado con la desintegración económica y política “del mercado” al cual ha apostado su futuro.
Izquierda
La victoria de Trump en la interna republicana no fue el único fenómeno que dio cuenta de una desintegración de los partidos históricos de la burguesía americana. Entre los demócratas, la candidatura de Sanders, que se embanderó con reivindicaciones sociales, le dio una dura batalla a Clinton. Todas las encuestas durante las primarias daban cuenta que Sanders le ganaba a Trump, lo que no aparecía seguro con Hillary como candidata. Los 10 millones de votos que obtuvo Sanders en las internas muestran que no hay una derechización homogénea de la situación política, sino un principio de polarización que Sanders no desenvolvió. Aunque luego de la interna sus bases y activistas le reclamaban una postulación independiente, Sanders se alineó con Clinton con el argumento de “enfrentar a la derecha”. Con el mismo planteo, buena parte de la opinión pública progresista o democratizante del continente llamó a votar a Hillary Clinton. Pero los obreros que seguían a Sanders optaron por Trump, hartos de los rescatistas democráticos del capital financiero. Así, el progresismo mundial cayó en el más temido de sus pecados políticos –o sea, fueron “funcionales a la derecha”. Estamos ante una poderosa lección para la izquierda de Estados Unidos y mundial: si la polarización social que desarrolla la crisis es la excusa para que la izquierda se alinee con los agentes centristas o clericales del capital financiero, entonces esa izquierda cargará con la responsabilidad de entregarle la dirección de las masas a los fascistoides.
La función de una izquierda revolucionaria, por el contrario, es hacer emerger una polarización política de la crisis capitalista, entre los defensores del capital y la guerra, de un lado, y un programa y una salida para los explotados, del otro. En EEUU, el fascista y flexibilizador Trump no tiene nada para ofrecerle a la clase obrera, que tiene planteado hacer emerger un partido propio de esta desintegración política. En Argentina, esta convicción debe servir para que trabajemos, en los días que quedan, para que esa perspectiva se exprese a través de una gigantesca demostración política del Frente de Izquierda, en la cancha de Atlanta.
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