miércoles, 17 de septiembre de 2025

A 70 años del golpe de estado “Libertador”

Del golpe militar del 16 de septiembre de 1955 no puede decirse que haya sido una sorpresa para nadie. Una primera intentona golpista, en septiembre de 1951, dirigido por el general (R) Benjamin Menéndez, había fracasado por la resistencia de la suboficialidad de las unidades involucradas. Pero los conspiradores siguieron actuando en los cuarteles y en los ministerios bajo las narices del gobierno peronista. Al año siguiente, una sequía de gran magnitud, el crecimiento de la inflación y la aparición de los déficits comerciales, puso fin a la bonanza económica de la posguerra. La Iglesia Católica, el Nuncio papal y obviamente el Vaticano tomaron la delantera de la agitación golpista. La muerte de Eva Perón, en julio de 1952, había dado lugar a grandes manifestaciones de luto. El intento de que Evita acompañara a su marido en la fórmula presidencial para las elecciones de 1951, había sido bloqueada por la presión de las autoridades del ejército. El sustituto, el contraalmirante Alberto Teisaire (luego del fallecimiento de un primer sustituto, Hortensio Quijano), se convirtió en un conspirador dentro del gobierno. La reacción airada de Perón contra la cúpula de la Iglesia se manifestó en la abolición de la enseñanza religiosa, en la consagración del divorcio y en otras medidas emancipatorias hacia la mujer, que revirtieron la orientación superclerical del gobierno peronista hasta el momento. Un joven Ministro de Economía, católico practicante, Antonio Cafiero, renunció al cargo con el acuerdo de Perón. La orden de derrocar a Perón partió precisamente de la Curia y del Nuncio, que convirtieron a la procesión católica de Corpus Christi, el 9 de junio de 1955, en una furiosa manifestación política, que recorrió una treintena de cuadras al grito de “Muera Perón”. Siete días más tarde, la Aviación Naval lanzó un bombardeo a la Casa Rosada y a Plaza de Mayo. Los golpistas que fueron detenidos, en especial el almirante Olivieri, no fueron objeto de ninguna acción judicial. Perón organizó la resistencia desde los sótanos de la sede presidencial. La débil respuesta de Perón a ese acto criminal puso de manifiesto que el alto mando militar del gobierno (general Franklin Lucero) estaba dispuesto a transar con los golpistas y allanó finalmente el camino al golpe de septiembre. Perón llevó adelante un cambio de gabinete, reemplazando a los ministros cuestionados por los golpistas; reivindicó al Ejército, descargando la responsabilidad en la Marina de Guerra. Llamó a una “conciliación nacional” y ordenó la confiscación del arsenal de armas en la sede de la CGT, que en ningún momento llamó a una huelga general. Eximió de responsabilidades a los partidos que llamó “democráticos” y les abrió los medios de comunicación, en manos totalmente del estado, incluso espacios cedidos, que fueron usados para rechazar la convocatoria de Perón, e incluso llamando a la renuncia y a la convocatoria a elecciones. El 29 de junio, apenas 13 días más tarde, levantó el estado de sitio y los golpistas detenidos quedaron en libertad. El fracaso de la “conciliación nacional” dio lugar a un episódico viraje de Perón, quien presentó la renuncia a la presidencia al Congreso nacional. Lo que pareció una concesión final, se convirtió en una respuesta airada y vacía: retiró su renuncia y llamó al 5x1 – ”por cada uno de nosotros que caiga, caerán cinco de ellos”. Así se expresaba quien tiempo después justificaría su huida para “no derramar sangre entre argentinos”. La amenaza, puramente verbal, de desatar una guerra civil, creó una situación sin retorno. El campo golpista contaba ya con sus “comandos civiles”, reclutados entre la juventud eclesiástica, por un lado, y la ‘laica’ por el otro (la UCR, la Fuba, los partidos socialista y comunista). El nacionalismo militar se pone a la cabeza del golpe El 16 de septiembre de 1955 se produce el levantamiento de varias escuelas militares del Ejército en Córdoba (el tercer cuerpo), bajo el comando de Eduardo Lonardi (algo parecido al levantamiento de los cadetes contra Hipólito Yrigoyen). De nuevo, el ala nacionalista del Ejercito se ponía al servicio de un golpe pro-imperialista, ‘gorila’ y anti-obrero. Era un intento de ‘madrugar’ al ala ‘gorila’ y tender un puente al alto mando militar de Perón. El conato golpista fracasó en términos militares pero no en los políticos, porque el alto mando peronista disuadió a Perón de llevar la represión del golpe hasta su derrota. Perón abandonó la lucha cuando los golpistas estaban a punto de levantar bandera blanca. Lo que los historiadores (Rouquié o Potash) no han logrado explicar desde lo militar (el éxito de los insurrectos), se explica desde lo político. Otro de los cabecillas, el general Pedro Aramburu, si bien en servicio activo, se desempeñaba en puestos administrativos que no suponían mando de tropas. Dentro del propio ejército, la Escuela de Infantería resistió en Córdoba, al igual que la policía provincial. El papel principal de la insurrección lo desempeñaba la Armada, desde las dos principales bases navales de Buenos Aires; Río Santiago y Puerto Belgrano se pusieron bajo las órdenes del insurrecto almirante Isaac Rojas. El relato de los acontecimientos militares da cuenta de la precaria situación de los golpistas: “El objetivo era bloquear las vías de acceso al puerto de Buenos Aires con la adhesión de la flota de mar. La base y los buques rebeldes fueron bombardeados desde el amanecer por aparatos de la aeronáutica. En tierra, la infantería de marina fue rechazada por la policía y por los refuerzos enviados desde lel 7° Regimiento de Artillería Montada de Azul. La base no disponía de aviones desde el 16 de junio. En vista de la situación militar desesperada, en la tarde del 17 de septiembre el almirante Rojas ordenó la evacuación masiva de todos los efectivos” (Alain Rouquié, “Poder militar y sociedad política en Argentina”). Peor aún resultó el desempeño de las tropas al mando de Aramburu, que partió de Buenos Aires con los miembros de su Estado Mayor con el propósito de tomar la guarnición de Curuzú Cuatiá (Corrientes). “Allí tenía su asiento la mayor unidad blindada del país, a la cual era vital neutralizar para fortalecer los focos rebeldes, sobre todo en caso de que se declarara una guerra civil. Aramburu, después de muchos rodeos para burlar la vigilancia policial, llegó demasiado tarde a Curuzú Cuatiá y no logró su propósito. El enfrentamiento entre oficiales rebeldes y suboficiales leales no fue favorable para los primeros. El denso encuadramiento de suboficiales y su elevado nivel técnico colocaba a los rebeldes en una situación desventajosa. Finalmente se estableció una tregua, y el intento del general Aramburu terminó lastimosamente” (ídem). En el epicentro del país y sus alrededores, finalmente, no volaba una mosca. “El general Uranga no había logrado sublevar al Colegio Militar”, por lo que “Buenos Aires estaba perfectamente controlada por el gobierno. Campo de Mayo, Magdalena y Azul estaban bajo las órdenes del Comando de Represión [del gobierno]” (ídem). En cambio, los golpistas habían logrado hacer pie en Puerto Belgrano y en la provincia de San Luis, la cual, por su distancia de los acontecimientos decisivos, sólo podía fungir como retaguardia para los golpistas. El gran centro de la insurrección, la provincia de Córdoba, pronto se vio cercada por las fuerzas leales a Perón. “El comandante en jefe había enviado a todos los regimientos de infantería disponibles. El general Iñíguez, al mando de diez mil hombres, comenzaba el avance sobre los cuatro mil rebeldes. El 19 por la mañana, el aeropuerto de Pajas Blancas caía en manos de las fuerzas leales” (ídem). Lonardi esperó en vano el apoyo de los insurrectos de la provincia de San Luis, que prefirieron mantenerse en sus posiciones. La capitulación de Perón Frente a este estado de fragilidad, los golpistas echaron mano al único recurso fuerte del que disponían: la flota de guerra. La Armada amenazó con utilizar los buques con artillería pesada contra centros económicos neurálgicos, como los depósitos de combustible de Mar del Plata y la destilería de La Plata, y objetivos militares de la Capital. De estas amenazas sólo se cumplieron los ataques a la costa atlántica, ya que por la mañana del 19 de septiembre se produjo el acontecimiento que generará perplejidad y despertará acalorados debates políticos hasta la actualidad: Perón presenta su renuncia, pide una tregua y cede el mando a una Junta Militar para proceder a las negociaciones con los golpistas. Un historiador asegura que “la muy favorable situación militar del poder no justificaba semejante decisión política. Los más sorprendidos por el alto al fuego eran los jefes de las fuerzas leales que rodeaban la ciudad de Córdoba. La tregua salvó in extremis al general Lonardi en momentos en que el general Iñíguez se disponía a dar el asalto final y 'limpiar' el principal centro de rebelión” (ídem). En su comunicado, Perón aseguró que “estoy persuadido de que el pueblo y el Ejército aplastarán el levantamiento; pero el precio será demasiado cruento y perjudicial para sus intereses permanentes” (”los intereses permanentes” del Ejército). Trece años después, en una entrevista televisiva, Perón asegurará sin soberbia que “nosotros podríamos haber aplastado perfectamente bien eso” (el golpe). Y agregó que en una reunión que mantuvo en medio de los acontecimientos con sus asesores directos, el general Sosa Molina (entonces secretario militar de la presidencia), “me dijo 'si yo fuera Perón, pelearía'. Yo le contesté: 'si yo fuera Sosa Molina también pelearía'. Pero sobre mis espaldas pesaba una gran responsabilidad (…). Es así que yo resolví no hacer nada”. Finalmente, concluyó que “era preferible ceder. Yo no quería llevar a la república a una guerra civil ni a una lucha cruenta. En consecuencia, lo que quedaba por realizar era que ellos hicieran lo que quisieran. Si el Justicialismo tenía razón, iba a volver”. ¡Toda una profecía! Volvería, sí, ¡para defender “los intereses permanentes” de las FFAA que se encontraban asediadas por la clase obrera! Incluso sólo unos días después de que se exiliara en Paraguay, Perón aseguró al diario El Día de Montevideo (5/10/55) que habría derrotado fácilmente el golpe “si hubiera entregado armas de los arsenales a los obreros decididos a empuñarlas”. Posiblemente, Perón haya tenido en mente entonces a la Revolución Boliviana de 1952/3, cuando el proletariado del Altiplano se levantó para derrotar el golpe que pretendía desconocer el triunfo del MNR (nacionalismo burgués), desmanteló al Ejército y estableció a las milicias obreras como única fuerza armada. De todos modos, la clase obrera de Argentina no se encontraba preparada, ni por lo tanto dispuesta, para armarse en defensa del gobierno de Perón. En la tarde del día 19, después de la renuncia de Perón, el secretario general de la CGT dirigió un mensaje radial a los trabajadores para pedirles “calma”. Recién el 24, la CGT emitirá un comunicado extraordinario. Dice que “en momentos en que ha cesado el fuego entre hermanos, y por sobre todo se antepone la Patria, la Confederación General del Trabajo se dirige una vez más a los compañeros trabajadores para significarles la necesidad de mantener la más absoluta calma y continuar en sus tareas... Cada trabajador en su puesto, por el camino de la armonía, para mostrar al mundo que hay en los argentinos un pueblo de hombres de bien; que sólo en la paz de los espíritus es posible promover la grandeza de la Nación, que es el modo de afianzar las conquistas sociales. Iremos de frente. Tengamos fe. Lo demás lo hará la Patria". Sectores minoritarios de trabajadores marcharon a Plaza de Mayo y a la CGT para reclamar armas y constituir de milicias obreras. La respuesta fue pasividad e inmovilismo. Muchos sectores de la clase obrera venían atravesando una experiencia de choques crecientes con el gobierno de Perón, como la gran huelga metalúrgica del 54, en respuesta al programa de ‘ajuste’ establecido por Perón frente a la crisis económica, pero la crisis política y la burocracia sindical detuvieron el ascenso de las luchas. La debilidad del ala nacionalista se puso en evidencia inmediatamente. La consigna “ni vencedores ni vencidos” no satisfizo al ala ‘gorila’ de la contrarrevolución. El 13 de noviembre tuvo lugar un golpe dentro del golpe, que puso en la Presidencia a Pedro Eugenio Aramburu. Comenzaría de este modo un ciclo golpista hasta junio de 1966, cuando otro clerical nacionalista, Juan Carlos Onganía toma el poder, para ser luego derrocado por los generales Levignston, otro nacionalista, y Lanusse, un gorila ferviente que buscará el apoyo de la izquierda continental (Salvador Allende), para luego cumplir con la profecía de Perón (“el Justicialismo volverá”). Se iniciará otro breve interregno entre golpes (Frondizi, Illia), que culminará con la dictadura de los crímenes de lesa humanidad contra la militancia obrera y juvenil. El ciclo del golpismo – 35 años (60 años desde 1930) El golpe libertador inauguró un período de violencias contrarrevolucionarias y de luchas revolucionarias, y de un impasse político transitorio pero relativamente prolongado de la clase obrera. El gobierno de Javier Milei resume toda la lacra de la política contrarrevolucionaria que buscó consolidarse infructuosamente. El gran desafío para el proletariado está por delante.]Del golpe militar del 16 de septiembre de 1955 no puede decirse que haya sido una sorpresa para nadie. Una primera intentona golpista, en septiembre de 1951, dirigido por el general (R) Benjamin Menéndez, había fracasado por la resistencia de la suboficialidad de las unidades involucradas. Pero los conspiradores siguieron actuando en los cuarteles y en los ministerios bajo las narices del gobierno peronista. Al año siguiente, una sequía de gran magnitud, el crecimiento de la inflación y la aparición de los déficits comerciales, puso fin a la bonanza económica de la posguerra. La Iglesia Católica, el Nuncio papal y obviamente el Vaticano tomaron la delantera de la agitación golpista. La muerte de Eva Perón, en julio de 1952, había dado lugar a grandes manifestaciones de luto. El intento de que Evita acompañara a su marido en la fórmula presidencial para las elecciones de 1951, había sido bloqueada por la presión de las autoridades del ejército. El sustituto, el contraalmirante Alberto Teisaire (luego del fallecimiento de un primer sustituto, Hortensio Quijano), se convirtió en un conspirador dentro del gobierno. La reacción airada de Perón contra la cúpula de la Iglesia se manifestó en la abolición de la enseñanza religiosa, en la consagración del divorcio y en otras medidas emancipatorias hacia la mujer, que revirtieron la orientación superclerical del gobierno peronista hasta el momento. Un joven Ministro de Economía, católico practicante, Antonio Cafiero, renunció al cargo con el acuerdo de Perón. La orden de derrocar a Perón partió precisamente de la Curia y del Nuncio, que convirtieron a la procesión católica de Corpus Christi, el 9 de junio de 1955, en una furiosa manifestación política, que recorrió una treintena de cuadras al grito de “Muera Perón”. Siete días más tarde, la Aviación Naval lanzó un bombardeo a la Casa Rosada y a Plaza de Mayo. Los golpistas que fueron detenidos, en especial el almirante Olivieri, no fueron objeto de ninguna acción judicial. Perón organizó la resistencia desde los sótanos de la sede presidencial. La débil respuesta de Perón a ese acto criminal puso de manifiesto que el alto mando militar del gobierno (general Franklin Lucero) estaba dispuesto a transar con los golpistas y allanó finalmente el camino al golpe de septiembre. Perón llevó adelante un cambio de gabinete, reemplazando a los ministros cuestionados por los golpistas; reivindicó al Ejército, descargando la responsabilidad en la Marina de Guerra. Llamó a una “conciliación nacional” y ordenó la confiscación del arsenal de armas en la sede de la CGT, que en ningún momento llamó a una huelga general. Eximió de responsabilidades a los partidos que llamó “democráticos” y les abrió los medios de comunicación, en manos totalmente del estado, incluso espacios cedidos, que fueron usados para rechazar la convocatoria de Perón, e incluso llamando a la renuncia y a la convocatoria a elecciones. El 29 de junio, apenas 13 días más tarde, levantó el estado de sitio y los golpistas detenidos quedaron en libertad. El fracaso de la “conciliación nacional” dio lugar a un episódico viraje de Perón, quien presentó la renuncia a la presidencia al Congreso nacional. Lo que pareció una concesión final, se convirtió en una respuesta airada y vacía: retiró su renuncia y llamó al 5x1 – ”por cada uno de nosotros que caiga, caerán cinco de ellos”. Así se expresaba quien tiempo después justificaría su huida para “no derramar sangre entre argentinos”. La amenaza, puramente verbal, de desatar una guerra civil, creó una situación sin retorno. El campo golpista contaba ya con sus “comandos civiles”, reclutados entre la juventud eclesiástica, por un lado, y la ‘laica’ por el otro (la UCR, la Fuba, los partidos socialista y comunista). El nacionalismo militar se pone a la cabeza del golpe El 16 de septiembre de 1955 se produce el levantamiento de varias escuelas militares del Ejército en Córdoba (el tercer cuerpo), bajo el comando de Eduardo Lonardi (algo parecido al levantamiento de los cadetes contra Hipólito Yrigoyen). De nuevo, el ala nacionalista del Ejercito se ponía al servicio de un golpe pro-imperialista, ‘gorila’ y anti-obrero. Era un intento de ‘madrugar’ al ala ‘gorila’ y tender un puente al alto mando militar de Perón. El conato golpista fracasó en términos militares pero no en los políticos, porque el alto mando peronista disuadió a Perón de llevar la represión del golpe hasta su derrota. Perón abandonó la lucha cuando los golpistas estaban a punto de levantar bandera blanca. Lo que los historiadores (Rouquié o Potash) no han logrado explicar desde lo militar (el éxito de los insurrectos), se explica desde lo político. Otro de los cabecillas, el general Pedro Aramburu, si bien en servicio activo, se desempeñaba en puestos administrativos que no suponían mando de tropas. Dentro del propio ejército, la Escuela de Infantería resistió en Córdoba, al igual que la policía provincial. El papel principal de la insurrección lo desempeñaba la Armada, desde las dos principales bases navales de Buenos Aires; Río Santiago y Puerto Belgrano se pusieron bajo las órdenes del insurrecto almirante Isaac Rojas. El relato de los acontecimientos militares da cuenta de la precaria situación de los golpistas: “El objetivo era bloquear las vías de acceso al puerto de Buenos Aires con la adhesión de la flota de mar. La base y los buques rebeldes fueron bombardeados desde el amanecer por aparatos de la aeronáutica. En tierra, la infantería de marina fue rechazada por la policía y por los refuerzos enviados desde lel 7° Regimiento de Artillería Montada de Azul. La base no disponía de aviones desde el 16 de junio. En vista de la situación militar desesperada, en la tarde del 17 de septiembre el almirante Rojas ordenó la evacuación masiva de todos los efectivos” (Alain Rouquié, “Poder militar y sociedad política en Argentina”). Peor aún resultó el desempeño de las tropas al mando de Aramburu, que partió de Buenos Aires con los miembros de su Estado Mayor con el propósito de tomar la guarnición de Curuzú Cuatiá (Corrientes). “Allí tenía su asiento la mayor unidad blindada del país, a la cual era vital neutralizar para fortalecer los focos rebeldes, sobre todo en caso de que se declarara una guerra civil. Aramburu, después de muchos rodeos para burlar la vigilancia policial, llegó demasiado tarde a Curuzú Cuatiá y no logró su propósito. El enfrentamiento entre oficiales rebeldes y suboficiales leales no fue favorable para los primeros. El denso encuadramiento de suboficiales y su elevado nivel técnico colocaba a los rebeldes en una situación desventajosa. Finalmente se estableció una tregua, y el intento del general Aramburu terminó lastimosamente” (ídem). En el epicentro del país y sus alrededores, finalmente, no volaba una mosca. “El general Uranga no había logrado sublevar al Colegio Militar”, por lo que “Buenos Aires estaba perfectamente controlada por el gobierno. Campo de Mayo, Magdalena y Azul estaban bajo las órdenes del Comando de Represión [del gobierno]” (ídem). En cambio, los golpistas habían logrado hacer pie en Puerto Belgrano y en la provincia de San Luis, la cual, por su distancia de los acontecimientos decisivos, sólo podía fungir como retaguardia para los golpistas. El gran centro de la insurrección, la provincia de Córdoba, pronto se vio cercada por las fuerzas leales a Perón. “El comandante en jefe había enviado a todos los regimientos de infantería disponibles. El general Iñíguez, al mando de diez mil hombres, comenzaba el avance sobre los cuatro mil rebeldes. El 19 por la mañana, el aeropuerto de Pajas Blancas caía en manos de las fuerzas leales” (ídem). Lonardi esperó en vano el apoyo de los insurrectos de la provincia de San Luis, que prefirieron mantenerse en sus posiciones. La capitulación de Perón Frente a este estado de fragilidad, los golpistas echaron mano al único recurso fuerte del que disponían: la flota de guerra. La Armada amenazó con utilizar los buques con artillería pesada contra centros económicos neurálgicos, como los depósitos de combustible de Mar del Plata y la destilería de La Plata, y objetivos militares de la Capital. De estas amenazas sólo se cumplieron los ataques a la costa atlántica, ya que por la mañana del 19 de septiembre se produjo el acontecimiento que generará perplejidad y despertará acalorados debates políticos hasta la actualidad: Perón presenta su renuncia, pide una tregua y cede el mando a una Junta Militar para proceder a las negociaciones con los golpistas. Un historiador asegura que “la muy favorable situación militar del poder no justificaba semejante decisión política. Los más sorprendidos por el alto al fuego eran los jefes de las fuerzas leales que rodeaban la ciudad de Córdoba. La tregua salvó in extremis al general Lonardi en momentos en que el general Iñíguez se disponía a dar el asalto final y 'limpiar' el principal centro de rebelión” (ídem). En su comunicado, Perón aseguró que “estoy persuadido de que el pueblo y el Ejército aplastarán el levantamiento; pero el precio será demasiado cruento y perjudicial para sus intereses permanentes” (”los intereses permanentes” del Ejército). Trece años después, en una entrevista televisiva, Perón asegurará sin soberbia que “nosotros podríamos haber aplastado perfectamente bien eso” (el golpe). Y agregó que en una reunión que mantuvo en medio de los acontecimientos con sus asesores directos, el general Sosa Molina (entonces secretario militar de la presidencia), “me dijo 'si yo fuera Perón, pelearía'. Yo le contesté: 'si yo fuera Sosa Molina también pelearía'. Pero sobre mis espaldas pesaba una gran responsabilidad (…). Es así que yo resolví no hacer nada”. Finalmente, concluyó que “era preferible ceder. Yo no quería llevar a la república a una guerra civil ni a una lucha cruenta. En consecuencia, lo que quedaba por realizar era que ellos hicieran lo que quisieran. Si el Justicialismo tenía razón, iba a volver”. ¡Toda una profecía! Volvería, sí, ¡para defender “los intereses permanentes” de las FFAA que se encontraban asediadas por la clase obrera! Incluso sólo unos días después de que se exiliara en Paraguay, Perón aseguró al diario El Día de Montevideo (5/10/55) que habría derrotado fácilmente el golpe “si hubiera entregado armas de los arsenales a los obreros decididos a empuñarlas”. Posiblemente, Perón haya tenido en mente entonces a la Revolución Boliviana de 1952/3, cuando el proletariado del Altiplano se levantó para derrotar el golpe que pretendía desconocer el triunfo del MNR (nacionalismo burgués), desmanteló al Ejército y estableció a las milicias obreras como única fuerza armada. De todos modos, la clase obrera de Argentina no se encontraba preparada, ni por lo tanto dispuesta, para armarse en defensa del gobierno de Perón. En la tarde del día 19, después de la renuncia de Perón, el secretario general de la CGT dirigió un mensaje radial a los trabajadores para pedirles “calma”. Recién el 24, la CGT emitirá un comunicado extraordinario. Dice que “en momentos en que ha cesado el fuego entre hermanos, y por sobre todo se antepone la Patria, la Confederación General del Trabajo se dirige una vez más a los compañeros trabajadores para significarles la necesidad de mantener la más absoluta calma y continuar en sus tareas... Cada trabajador en su puesto, por el camino de la armonía, para mostrar al mundo que hay en los argentinos un pueblo de hombres de bien; que sólo en la paz de los espíritus es posible promover la grandeza de la Nación, que es el modo de afianzar las conquistas sociales. Iremos de frente. Tengamos fe. Lo demás lo hará la Patria". Sectores minoritarios de trabajadores marcharon a Plaza de Mayo y a la CGT para reclamar armas y constituir de milicias obreras. La respuesta fue pasividad e inmovilismo. Muchos sectores de la clase obrera venían atravesando una experiencia de choques crecientes con el gobierno de Perón, como la gran huelga metalúrgica del 54, en respuesta al programa de ‘ajuste’ establecido por Perón frente a la crisis económica, pero la crisis política y la burocracia sindical detuvieron el ascenso de las luchas. La debilidad del ala nacionalista se puso en evidencia inmediatamente. La consigna “ni vencedores ni vencidos” no satisfizo al ala ‘gorila’ de la contrarrevolución. El 13 de noviembre tuvo lugar un golpe dentro del golpe, que puso en la Presidencia a Pedro Eugenio Aramburu. Comenzaría de este modo un ciclo golpista hasta junio de 1966, cuando otro clerical nacionalista, Juan Carlos Onganía toma el poder, para ser luego derrocado por los generales Levignston, otro nacionalista, y Lanusse, un gorila ferviente que buscará el apoyo de la izquierda continental (Salvador Allende), para luego cumplir con la profecía de Perón (“el Justicialismo volverá”). Se iniciará otro breve interregno entre golpes (Frondizi, Illia), que culminará con la dictadura de los crímenes de lesa humanidad contra la militancia obrera y juvenil. El ciclo del golpismo – 35 años (60 años desde 1930) El golpe libertador inauguró un período de violencias contrarrevolucionarias y de luchas revolucionarias, y de un impasse político transitorio pero relativamente prolongado de la clase obrera. El gobierno de Javier Milei resume toda la lacra de la política contrarrevolucionaria que buscó consolidarse infructuosamente. El gran desafío para el proletariado está por delante.

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