viernes, 14 de abril de 2017

DESPUES DE 69 AÑOS, COLOMBIA RECUERDA UN 9 DE ABRIL EN PAZ

Fueron tres disparos al corazón de la República los que cercenaron de cuajo la vida del inmenso abogado, Jorge Eliécer Gaitán. Era y sigue siendo demasiado para cuanto las elites colombianas, acostumbradas a mantener a la población bajo el yugo nepotista de un puñado de familias, pueden tolerar. De allí que en Colombia, todo “sea a medias”. Paz con paramilitares, esperando la movilización de los guerrilleros para saltarles encima, trabajando en el Congreso, asociados a los acaparadores de tierras; demócratas “de cotillón”, aterrorizados con la sola idea de ver al pueblo empoderado por miedo a perder el velero, la desinformación mediática; el culto al “que me importa”, para concluir votando contra los Acuerdos de paz, mientras se murmura la queja por tanta corrupción, la carestía de la vida, pero se marcha a la oficina del doctor a pedirle bajar el puntaje o por el puestico de la hija a cambio de dos monedas mensuales y desde luego, el voto. Ese era el país que Gaitán no quería. Sin lugar a dudas, fue la razón a causa de la cual lo mató un pobre loquillo, José Roa Serra, al pie del edificio donde mantenía su oficina, sobre la intersección de la Séptima con Jiménez. Pasarán muchos años más hasta la llegada de las conclusiones, aunque prácticamente todo el mundo sepa quiénes fueron los autores intelectuales o duden de la identidad del encargado de apretar el gatillo. A su vez, como poco después de su vergonzoso asesinato o muchos años más tarde, al igual a Darío Echandía los colombianos reiteran una u otra vez: “El poder; ¿para qué?” y cual pecadores crucificando a Jesús en cada falta grave, vuelven a perpetrar el magnicidio de Gaitán. Y luego de muerto, cientos de veces más, arruman el cadáver poniéndolo de pie sobre la pared, para fusilarlo todas las veces que sea necesarias, a través de pérfidos fines que se renuevan bajo el signo de la “rosca”, la ambición o la prebenda. El “Indio” Gaitán molestaba. La idea de verlo arengar a las multitudes, decir las verdades en la cara de los adversarios sin saber dónde esconder la cabeza de la vergüenza, tras salir de jugar de la cancha de tejo, consternaba a los líderes fundacionales del estado fallido, en el cual lejos de la solución de los problemas se los empujaba con la escoba debajo del gran tapete de la democracia “de mentirita”. Era un insulto para los “señores” tan acostumbrados a la pleitesía, a hacer lo que les viniera en gana con la gente, alguien con poder popular, indicándoles el lugar del nacimiento de cada derecho, como si se tratara de un soberbio e indisimulable agujero sobre las partes nobles de los pantalones. La clase política, hasta muchos de sus copartidarios pertenecientes o ligados al poder, odiaron al “Jefe” porque en lugar de hombre, era un pueblo, el encargado de elevar la voz en nombre del subsuelo de una Patria que no la tenía, a excepción del voto “de adorno” para legitimar al desigual e injusto régimen imperante. Lo odiaban como el chabacano detesta a quienes no se prestan a la letanía de su estupidez o la vecina chismosa, a aquel que reniega del comentario del otro por tener cosas más importantes en las cuales pensar. A Gaitán no lo mató Juan Roa Serra, ni ordenaron su magnicidio el presidente de ese entonces, Mariano Ospina Pérez o su correligionario germanófilo “godo”, Laureano Gómez. Aunque hayan pedido la cabeza desde el Departamento de Estado de los Estados Unidos; el mismísimo Harry Truman, sentado en el escritorio de la Casa Blanca, a Jorge Eliécer Gaitán lo asesinan los imbéciles todos los días, a pesar de verlo a diario en el billete marrón de mil pesos cuando a punta de pistolas, tamales o promesas incumplidas, llevan a los asesinos, los ladrones, los corruptos; en suma, a los descendientes del entorno dando al traste con su vida para que siguieran las cosas igual de injustas. La leyenda Son numerosas las dudas tanto de la fecha como el lugar de nacimiento del prócer, el cual algunas fuentes sitúan en Bogotá o el municipio cundinamarqués de Cucunubá, entre el 26 y el 30 de enero de 1903. El hijo de la maestra Manuela Ayala Beltrán y del librero Eliécer Gaitán Otálora, se precipitó a ingresar a la Universidad Nacional de Colombia en 1919, para egresar con el título de Doctor en Derecho y Ciencias Políticas tan sólo cinco años después. Pero Gaitán estaba para otras cosas debido a la brillantez que ya empezaban a percibir sus profesores y allegados. “Las ideas socialistas en Colombia”, lejos de ser una suerte de daguerrotipo grosero de lo que vendría después, de las incomodidades de un entorno ofendido cuando se le canta la tabla, fue una estocada “sinceridad” de capacidad maestra. Otra de sus tesis, "El criterio positivo de la premeditación", Magna Cum Laude, esta vez escrita en colaboración con su hermano Miguel, le otorga la graduación con honores que incluía el premio con el nombre de su profesor italiano, Enrico Ferri. El futuro “Caudillo” tendía su primer roce con la popularidad cuando desde los días 3 al 6 de septiembre de 1929, expuso la defensa de los trabajadores de la norteamericana United Fruit Company –hoy Chiquita Brands - masacrados un año antes al reclamar sus derechos laborales inexistentes en Ciénaga, Magdalena, episodio conocido como “Masacre de las Bananeras”. Del mismo modo, el proceso contra su responsable material, el Coronel Carlos Cortes Vargas, quien seguía las instrucciones del presidente Miguel Abadía Méndez de “proteger las inversiones de las empresas extranjeras en Colombia”, lo cual trae a colación los daños cometidos por multinacionales actuales del tipo de La Colosa, Anglo Gold Ashanti o Barrick Gold, por citar algunas. Nombrado presidente de la Cámara de Representantes, luego rector de la Universidad Libre (1936 – 1939), como hombre adelantado a su tiempo y verdadero visionario, criticó por primera vez que las grandes decisiones las tomaran un conjunto férreamente cerrado de hombres enquistados en el poder, a espaldas de las masas populares. A pesar de fundar la Unión Nacional de Izquierda Revolucionaria (UNIR), observando el enorme activismo de dicha fuerza política pero comprobando la carencia de aparato político propicio, se deja atraer al liberalismo. Los dirigentes de ese partido, hasta el momento tibio abanderado de las libertades, derechos y reivindicaciones colombianas, aunque perteneciente a través de algunos de sus más importantes cuadros al sector político, económico y social de la denominada “oligarquía conservadora”, intentaron cooptarlo sin éxito. Por el contrario, al “acercarlo”, le permitieron mostrar cuanto sería capaz de hacer de llegar a la Presidencia de la República. Ya con su hija Gloria, producto de su matrimonio con la dama Amparo Jaramillo, ocupó la alcaldía de Bogotá, donde adelantó las reformas sociales pregonadas; la municipalización de los muchos servicios públicos, desgraciadamente al día de la fecha privatizados, junto al establecimiento de los vigentes restaurantes o comedores escolares. Sin embargo, Gaitán era humano. Su formación en cierta forma retórica lo llevó a promover infructuosamente uniformar a vendedores de taxis y “emboladores” a nombre del mantenimiento del aseo personal, equívoco que presionó a su dimisión. Designado a la titularidad del Ministerio de Educación por el presidente Eduardo Santos Montejo, tío abuelo de Juan Manuel Santos Calderón fundador del diario El Tiempo, labró su extraordinaria impronta en una campaña de alfabetización, implantó el zapato escolar gratuito, complementó los mencionados restaurantes escolares, el cine educativo ambulante, la extensión cultural masiva e inició el Salón Nacional de Artistas. Ruta trunca hacia el poder No obstante con todo e impronta, como suele ocurrirles a hombres de su extraordinaria formación, Gaitán cometió numerosos errores políticos quizás observando de manera entusiasta el alto desarrollo de la conciencia popular en su época, lo cual es cierto aunque no todo, cuando es la organización de un partido forjado, nutrido, imbuido en la necesidad de las masas, de la mano con su realidad incontrastable, el único camino capaz de vencer al tiempo y sobrevivir a la existencia de los hombres. Era demasiado para Colombia, la comprensión de sus contemporáneos. Al margen de la mediocridad, de los ataques malintencionados, grupos conservadores o liberales indistintos lo acusaron de comunista. El Partido Comunista, en otra de sus imperdonables equivocaciones hasta lo señaló de fascista por aquello de las marchas de antorchas de Mussolini o Hitler, muy a pesar de la puesta en práctica durante sus administraciones de algunas de los postulados más ambiciosos de ese colectivo, junto a la desafortunada justificación superficial de las purgas estalinistas, como parte de una coincidencia con el contenido jurídico de la constitución soviética. La única coincidencia de Jorge Eliécer Gaitán y los líderes de extrema derecha, era la de intentar “amarrarlo”, neutralizarlo hacia los propósitos de la elite, aunque indudablemente su manifiesto idealismo, avanzada pluralidad, le restaban poseer la astucia, la maliciosa habilidad política de sus contendientes, que a sabiendas del triunfo liberal en caso de permanecer unido, alentaron su aspiración a la Presidencia contra el otro candidato liberal apoyado por el partido, Gabriel Turbay, para permitir la llegada al Palacio de la Carrera del conservador Mariano Ospina Pérez en 1946. Más allá de la apariencia inicial de una voluntad de encuentro en el discurso del nuevo primer mandatario, la creciente popularidad de Gaitán, ahora presidente del Partido Liberal, obligó que un conservatismo temeroso de perder el poder llevara la violencia al interior del país. La crisis económica, las permanentes violaciones a los derechos humanos, una dirigencia ajena a los problemas del país e incapaz de “dar la talla” para la solución de sus necesidades imperiosas, convertían a Gaitán en el candidato más opcionado a ser el nuevo presidente. No lo podían permitir. Camino a la inmortalidad El 9 de abril de 1948 el líder popular amaneció muy contento. Una semana antes, la Universidad Libre lo había nombrado doctor honoris causa en Ciencias Políticas y Sociales. En esa grandeza humana que lo caracterizaba al punto “dar papaya”, de tener una fe ciega en el designio positivo de los hombres, de la inevitable victoria de la justicia sobre la maldad, festejaba la exitosa defensa el día anterior de un militar conservador. Estaba con él su amigo y correligionario, Plinio Mendoza Neira, quien lo invitó junto a todos los presentes a comer al Hotel Continental, a pocas cuadras del edificio Agustín Nieto, omitiendo la advertencia coloquial del “Caudillo” acerca de lo presuntamente “costoso” que solía ser. Al ganar la calle lo tomó del brazo cuando a los pocos pasos, Gaitán pareció amagar a cubrirse la cara, buscando volver de forma presurosa al interior del edificio. No hubo tiempo para nada. Sonaron tres detonaciones. El cuerpo cayó de espaldas entre un rictus de amargura, ojos entreabiertos y un hilo de sangre a los pues del amigo. Falleció pasadas las dos y cinco de la tarde, sin poder llegar nunca a la Presidencia ni mucho menos a la cita programada con un tal joven peruano, Rómulo Betancourt, así como otro abogado cubano de veintiséis años por esos días en la capital colombiana a la espera de sus recomendaciones, el desconocido Fidel Castro Ruz. El revólver del asesino no había terminado de humear, cuando los testigos del hecho, los congregados en el lugar ya estaban pidiendo su cabeza. El pasado nazi de Juan Roa Serra, chofer durante dos años de la embajada alemana, su acercamiento a Gaitán en aras de pedirle trabajo desesperado, las voces de alerta del vidente teutónico sugiriéndole viajar al campo, se desvanecieron en el linchamiento del cual dos policías no lo pudieron salvar ni encerrándolo dentro de una farmacia. El secreto de la identidad de presuntos instigadores, la esperanza del pueblo colombiano, terminó inhumada bajo la tierra yerma. Pérdida irreparable La estupidez, el chisme de esas personas por las cuales había peleado sin caer tan bajo, se empoderaron de él en la muerte como jamás lo hubieran logrado durante su vida, para fotografiarse junto a su reciente cadáver desarreglado de apenas cuarenta y cinco primaveras, luchando ilusionado por arrebatar Colombia del fango, de las garras de los nefastos mesías del averno, sus apóstoles, cómplices, esquiroles y campaneros. Aún con el “Bogotazo” sin llegar al apogeo, el pueblo en la calle, los “rosqueros” de siempre “arreglando las miserias” en palacio presidencial; el pueblo insurrecto machete o cachiporra en mano, demasiado ocupado entonces para marchar con la cabeza de los dirigentes sobre las picas de su floreciente infortunio, comenzaba a lamentar en sus carnes la desgracia de Gaitán. En el momento presente se sigue lamentando la partida del más grande hombre del siglo veinte colombiano, aunque no haya encontrado la forma de dejar tamaño ideario a una fuerza política organizada que llevase su legado hasta el triunfo definitivo. Quedó en su defecto la sinceridad de los meno, ya muy ancianos los testigos de esos tiempos de gloria, citándolo con los ojos vidriosos; los monumentos, estatuas, edificios, escuelas, lugares a menudo erguidos en cumplimiento de cuotas burocráticas, diciendo admirar al hombre que jamás podrán ni tendrán deseos de emular aunque osen decirlo en voz alto, mientras borran sus designios con el codo. Si más de uno hubiera tenido la oportunidad de responderle a Darío Echandía cuando preguntó “el poder; ¿para qué?”, le contestaría en alusión al cumplimiento de las principales garantías constitucionales haciendo a los estamentos republicanos, la democratización del poder, la participación política, la equidad en la distribución de los ingresos o beneficios, al menos a fin de que los partidos mayoritarios puedan volver a tener militancia en lugar de “mendicancia”, vivando personajillos de dudosa valía a cambio de favores electoraleros. El legado es múltiple: Aplicar modelos de desarrollo sin picos de concentración de poder, evitando así el éxodo de los hijos de una Colombia rica a buscar el sustento, la salud, la educación, el trabajo negado por los malos gobiernos de turno; la extirpación del conjunto de la violencia en la totalidad de sus formas, al existir condiciones mínimas de justicia social, de oportunidades, de tolerancia, compromiso, solidaridad, futuro, sin el fraudulento espejismo de las falsas realidades mediáticas del país político, sino del real, comenzando por la regulación de la libertad económica para evitar la pérdida de las demás libertades fundamentales. Los males colombianos son muchos, pese a tener la mayoría escasos puntos de origen en común. Pero indudablemente, la persistencia de los focos de conflicto, la carencia de conciencia social, la peligrosa supervivencia concordante de condiciones semi feudales dentro de determinados aspectos de la vida nacional, también se deben a que “El Jefe”, haya sido impedido de llegar a la primera magistratura de la Nación. Más allá de los hechos consumados, de las hipótesis, de los numerosos análisis de coyuntura, de los minuciosos estudios históricos por demás discutibles, lo único cierto es que aún después de sesenta y nueve años de su vil asesinato, el pueblo colombiano sigue sin merecer un hombre de la talla, la inteligencia, la moral de Jorge Eliécer Gaitán, cuando al margen de la desinformación, la ignorancia inducida por el macabro establecimiento, es posible comprobar altos grados de responsabilidad en la elección del sendero hasta su propio martirio, al negarse a luchar y aceptar una paz por la cual “El Caudillo del Pueblo” ofrendo la vida. Escribe: CARLOS ALBERTO RICCHETTI

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